Caja Madrid no es la enfermedad, sino el síntoma, de un país infestado por algo peor que el ébola. Con el escándalo de las tarjetas black se ha destapado una España inmoral, un modelo de Estado corrupto en origen, donde la política no se muestra como un fin sino como un atajo, donde se mercadea con los principios como si fueran rolex robados del Rastro, donde se compran voluntades: tú me apoyas, yo te doy tanto. Bueno, bonito, barato.
Rafael Simancas, hoy arrumbado en un PSOE desdibujado, rememora con cierta melancolía aquellos meses previos a las elecciones de mayo de 2003 a la Comunidad de Madrid, cuando, exhibiendo una ingenuidad de parvulario, se le ocurrió adelantar que una de sus primeras medidas como presidente sería dar un golpe de mano en Caja Madrid para quitar a Blesa su cortijo. Simancas nunca llegó a conquistar la Puerta del Sol. No por una cuestión de aritmética, pues los diputados del PSOE sumados a los de IU daban más que los del PP, sino por amenazar con finiquitar un modelo del que todos, pero absolutamente todos, populares, socialistas, sindicalistas y arribistas, se beneficiaban y les permitía esquilmar los hoy escasos recursos de la caja de ahorros. Con las cosas del comer, le advirtieron, no se jugaba.
Así se gestó el tamayazo. El 10 de junio de ese 2003, los socialistas Eduardo Tamayo y María Teresa Sáez protagonizaron uno de los casos más ignominiosos de transfuguismo que se recuerdan. Ese día, ambos políticos decidieron ausentarse de la Asamblea de Madrid impidiendo que Simancas pudiera tomar control de la misma y dejando el camino expedito para un nuevo mandato de Esperanza Aguirre. Herido en su orgullo como Boabdil cuando rindió Granada, el entonces candidato socialista se decantó por sacar al PSOE de la Comisión Ejecutiva de Caja Madrid, órgano que manejaba las decisiones de inversión de la entidad financiera y donde residía su músculo financiero. No quería saber nada de la Comisión mientras ocupara allí puesto Ricardo Romero de Tejada, secretario general del PP en Madrid, al que señalaba como artífice del tamayazo. “No quiero sentarme con delincuentes”, rezongó.

Mientras Simancas lloraba por las esquinas, Blesa y Romero de Tejada se fumaban un puro pies en alto, y en vez de desmantelar la Comisión, y poner coto a las tarjetas y a los trajes hechos a medida a seis mil euros la pieza, decidió dar entrada a José Antonio Moral Santín y repartirse la caja. Lo de “repartirse la caja” hay que entenderlo en su literalidad. Blesa blindaba al consejero de IU, en verdad un mercenario ideológico, paradigma de la inmundicia que se ocultaba bajo las alfombras de las cajas, con un salario anual que, entre consejos, dietas y tarjetas, superaba los 400.000 euros. 
Porque, no nos engañemos, para eso han servido las cajas de ahorro, comoherramienta para mantenerse en el poder, como medio de financiación opaca para los partidos políticos, como cuaderno de bitácora para una red clientelar a la que se regaba con sinecuras, a la que se invitaba a El Bulli a cambio de un pedacito de comisión, a la que le regalaba los créditos (y no sólo los créditos) en una etapa en la que todo valía, en la que el más modesto miembro de la clase media veía natural pasar las vacaciones en las Seychelles y conducir un coche de trescientos caballos. Pero todo eso acabó. Al menos para los menos pudientes. Porque mientras los ejecutivos de las cajas mantienen sus yates amarrados a los pantalanes, la clase media se ha tenido que vaciar los bolsillos para costear la quiebra del sistema financiero. En total, más de 40.000 millones de euros. El contribuyente, en definitiva, era quien pagaba los trajes de Hermès del consejero, las compras del directivo en el Hipercor, los excesos de este Sodoma y Gomorra de cuello blanco en el que llegó a convertirse Caja Madrid.

En su novela En la orilla, epítome de esta España en crisis, desenmascarada y ruin, el escritor recientemente galardonado con el Premio Nacional de Narrativa,Rafael Chirbes, nos disecciona las vilezas de las cajas de ahorros igual que un carnicero filetea la ternera. “¿No fue ése su origen? ¿Atender las necesidades de las capas que llamamos populares?”. Ante estas preguntas, el director de la caja de ahorros en quiebra, presuntamente servidor de los ciudadanos más desatendidos, “hace como que desconoce que cada luz engendra su sombra, y cada día tiene su noche, y la noche es vivero en el que engorda el mal y en el que las necesidades de los desgraciados pagan los caprichos de los poderosos. Como si no se hubiera enterado de que esa retórica del bien se ha ido a la mierda. No se la cree nadie. Él mismo es un disimulado nido de sombras cuando firma los documentos por los que se solicitan las ejecuciones de desahucios por impago, incluido el mío”.  
El asunto de las tarjetas apenas muestra un detalle, la punta del iceberg. Hay más. Debería haber más. Como ese sinnúmero de operaciones dudosas, la mayoría inmobiliarias, de las que el FROB ha solicitado un análisis 'forensic' a Bankia para dilucidar lo que se escondía tras ellas
Porque las tarjetas black, que exhiben la flexibilidad de un junco, ora me compro unos guantes en Yusty, ora unos zapatos en Tod’s, no son sólo las tiendas de lujo, los billetes de avión a países exóticos, la gasolina del depósito de los yates o las compras que Jorge, el chófer de Ildefonso Barcoj, hacía semanalmente en Frutas Vázquez con los seiscientos euros que sacaba del cajero. Las tarjetas black también ‘son’ José María Aznar  porque, como es de sobra conocido, el expresidente aupó y protegió a Miguel Blesa durante los trece años que duró su presidencia en Caja Madrid, período en el que se esquilmaron las arcas con ‘sueldos en B’ y operaciones dudosas. Y las tarjetas black son igualmente Pedro Sánchez, porque a nadie escapa que el actual secretario general del PSOE, que se postula ahora como el Don Limpio, el regenerador de nuestra maltrecha democracia, fue asambleario de Caja Madrid durante cinco años, de 2004 a 2009, y en ese tiempo no sólo permitió los desmanes sino que era perceptor de los fastuosos regalos que la caja realizaba por Navidad –pantallas de plasma, home cinemas, móviles de última generación…–, regalos que agrupados todos suman más que las retribuciones opacas de algunos de los hoy demonizados usuarios black de Caja Madrid. Esos consejeros socialistas a los que Sánchez quiso jubilar el viernes para presentarse con sus 'trofeos de caza' en la jornada de 'limpieza política', expulsión que finalmente no se llevó a efecto por la negativa de la instructora del expediente a fusilar a sus compañeros sin las alegaciones.
Estaban todos, lo consentían todo. El asunto de las tarjetas apenas muestra un detalle, la punta del iceberg. Hay más. Debería haber más. Como ese sinnúmero de operaciones dudosas, la mayoría inmobiliarias, de las que el FROB ha solicitado un análisis forensic a Bankia para dilucidar lo que se escondía tras ellas. O la investigación sobre la compra del City Nacional Bank de Florida (CNBF), que duerme el sueño de los justos, un proceso lentísimo en el que todavía no se ha resuelto el recurso presentado en enero y por el que han pasado ya seis magistrados desde que Elpidio Silva fuera apartado el 26 de mayo de 2013. Será ahora la juez Esperanza Collazos, a la que la Comisión Permanente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) acordó la pasada semana adjudicarle en propiedad el Juzgado de Instrucción número 9 de Madrid, del que era titular el propio Silva, la que tendrá que lidiar con un caso que, según prevén los que lo han analizado, deparará sorpresas.    
El escándalo de Caja Madrid como metáfora de un país de moral pantanosa, de un país con sus cosas buenas, las efímeras, y sus cosas malas, a la postre las que permanecen. Parafraseando a Shakespeare, las virtudes de los hombres se escriben en el agua, mientras que sus vicios quedan registrados en la banda magnética de las tarjetas de crédito que en su día repartió Blesa graciosamente.

EL CONFIDENCIAL